Ayer, 1 de mayo, era la fecha en la que había convocada una jornada de protesta en las autopistas de peaje de Cataluña, y la reivindicación se está extendiendo a otras vías del país. En Twitter, a través del hashtag #novullpagar, la gente va compartiendo sus impresiones sobre la queja contra los peajes.
Se recuerda que las autopistas catalanas están más que amortizadas, que hubo ofrecimientos por parte de las concesionarias para liberalizarlas y que la Generalitat de Catalunya no aceptó, que se multa con 100 euros a quien no quiera pagar, que se cierran cabinas de cobro manual para evitar la frase que ya es un mantra: “No vull pagar” (“no quiero pagar”). Sin embargo, no se está planteando el problema desde el punto de vista de la seguridad vial. ¿Lo intentamos?
De entrada, una autopista de peaje es aquella que se construye con inversión privada porque no hay dinero público para costearla. Esto conlleva que, a la práctica, exista una doble infraestructura: la de pago, que se supone que está muy bien acondicionada y conservada, y la otra, que puede presentar mayores inconvenientes para la circulación.
Hablamos por ejemplo de la autopista C-16, la más cara de todas, una vía que forma parte del itinerario europeo E-9 y cuya alternativa es la C-55, una carretera que históricamente ha concentrado un elevado número de puntos negros.
Hablamos también del papel que representan los peajes desde el punto de vista del conductor, convertido en consumidor de un producto que es la autopista de peaje, la cual se le ofrece comogarantía de seguridad y fluidez. No es nada nuevo. Incluso José Blanco en sus tiempos como ministro de Fomento llegó a plantearse elevar la velocidad a 140 km/h en autopistas de peaje, así que las atribuciones a estas vías son claras.
La seguridad, pendiente de un gesto de aprobación
Capítulo aparte merece lo que ocurre cuando las autopistas de peaje pasan a ser ratoneras de peaje, por ejemplo cuando se dan cita un número excesivo de vehículos o cuando las circunstancias meteorológicas convierten la circulación en un caos, y para esos casos siempre se da un tiempo de desconciertos hasta que la concesionaria mueve su pulgar: ¿se abrirán o no se abrirán las barreras?
Como quien juega con la seguridad y la fluidez del tráfico, tenemos también los casos de autopistas de peaje con problemas de obras. ¿Es lícito cobrar un servicio completo cuando este se ofrece a medias y de malas maneras? ¿Es esa la garantía de seguridad y agilidad que ofrecen realmente las infraestructuras de titularidad privada?
Tenemos unas vías privadas que son utilizadas por las personas como un servicio público. “Quien no quiera usarlas, que se vaya por la general”, se puede argumentar. Y es muy cierto, nadie obliga a que empleemos un servicio de pago… hasta el momento en que observamos que ir por la generalsupone un riesgo vial que se puede evitar haciendo uso de la autopista o que no existen alternativas reales o que esas alternativas reales están convenientemente escondidas. Luego toca pagar.
Las autopistas, al menos las que no quieren seguir pagando los de #novullpagar, hace años que están más que amortizadas, de manera que habría que rascar un poco para ver hasta qué punto hayintereses particulares que impiden que lo que fue privado pase a ser público, que ya toca. Desde 1969 se paga peaje, por ejemplo, en la C-31. La concesión acababa en 2004 y se renovó por 17 años más.
Mientras, se sigue sufriendo siniestralidad en las carreteras alternativas a la vía de pago, y ese hecho convierte la alternativa más segura en un bien de interés general contrapuesto a esos intereses particulares.
Por otra parte, no existe un interés por que se circule por las vías gratuitas. Y esto no se debe a una cuestión de seguridad, sino a algo que tiene que ver con los ingresos que suponen los peajes. Cualquiera que se experimente la sensación de viajar por las autopistas catalanas habrá podido comprobar que la señalización ayuda a elegir vías de pago en vez de mostrar claramente las alternativas gratuitas.
Por poner un ejemplo tan claro como escandaloso, tenemos que al salir de la ciudad de Barcelona en dirección a Francia, se indica que esta ruta se alcanza por la C-33, llamándola falsamente A-7 y obviando que también se puede hacer lo mismo por la C-58 hasta llegar a la AP-7, aunque esa última opción representa hacer cuatro kilómetros más… pero sin pagar peaje.
No es el único caso, pero sí el más llamativo. Mientras, la sociedad clama por lo que entiende que es una injusticia, aunque nada parece indicar que nadie vaya a mover ficha en este asunto. O al menos, no en la dirección que persiguen quienes protestan. De momento, ha habido un movimiento en el sentido de sancionar con 100 euros la protesta. “Es una infracción prevista en el Reglamento General de Circulación”, leo aquí y allá sin encontrar qué artículo se está infringiendo exactamente.
Tampoco acabo de ver claro que el trabajador que está en la cabina del peaje tenga principio de autoridad ni presunción de veracidad administrativa para que sus palabras vayan a misa cuando declare que tal o cual conductor se negó a pagar. De todas formas, estoy dispuesto a aprender si alguien me quiere aclarar todas estas dudas que me surgen.